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A aquel que ayer hablaba, con cientos de requiebros, sobre el “yo” y el “nosotros”,

le he visto hoy llorando: “¡Oh Dios!” 


Y le he dicho: “Agradécele a Dios el que te encubra,

si no, ya habría dejado en evidencia tu engreimiento”.


La mente extraviada, famosa por su indignidad,

mantenía un forcejeo con el amor tratando de infamarle,


pero, al final, el aire aventó la cosecha de su vida,

aunque ella, a escondidas, lo negaba.

 

Delirando borraba el libro de la ciencia,

y el sabio desde el círculo del amor le contemplaba.


Cuando el amor llega a su perfección, adquiere la costumbre del silencio;

de lo contrario, la belleza de sus palabras provocaría tumultos.


Al mártir del amor no le interesa la palabrería, 

pues si no fuera así, también Nurbakhsh sería un agitador. 

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