¡Oh derviche!, el nido de la existencia es su morada;
existe para el mundo y el mundo para él.
Y llegado el instante en que tiene que abandonar este cobijo,
reside allí donde se encuentra el reino de su no-existencia.
Sin nombre alguno, sin dejar ningún rastro,
acudirá a un lugar donde es Dios todo cuanto contempla.
Nadie aparece extraño ante sus ojos penetrantes;
cualquiera a quien divise, en cualquier dirección, le resulta cercano.
Cuando su corazón se ha vaciado como un “ney” del “yo” y del “tú”,
Dios, con su aliento, toca en él la melodía: “Yo soy la Verdad”.
Nadie conoce al derviche, sino Dios,
Dios es su principio y Dios es su fin.
¡Oh Nurbakhsh! Por ti se propagó por todo el mundo la fama del derviche,
y eso fue así, también, gracias a su pureza.